Ernest Sterzer, el único superviviente del holocausto con diabetes tipo 1

11 millones de personas fallecieron durante el Holocausto. La mayoría, en los más de 42.000 campos de exterminio que los nazis repartieron por toda Europa. Lugares en los que las condiciones eran extremas, y en los que por supuesto no había acceso a insulina. Condiciones muy duras para una persona con diabetes. Sin embargo, Ernest Sterzer consiguió sobrevivir a esta masacre, pese a sufrir diabetes tipo 1.

Ernest nació en Viena, Austria, el 28 de abril de 1925, en el seno de una familia judía. Era el segundo de tres hermanos, y su padre uno de los abogados más respetados de la ciudad.

A los tres años se le diagnosticó diabetes (tipo 1, aunque eso entonces no se sabía), comenzando un tratamiento con inyecciones de insulina, apenas unos años después de que el doctor Banting las idease.

Ernest sacaba buenas notas en el colegio, y era un chico muy deportista aficionado a la natación, el baloncesto y el fútbol. En el año 38, Hitler entraba en Viena. Desde ese momento comenzaban las complicaciones, ya que solamente se ofrecía a las personas con diabetes la mitad de la insulina que se les recetaba. ¡Incluso a los alemanes!

Además, los judíos debían portar una estrella identificativa, lo que ya le valió al joven Ernest un par de palizas gratuitas por parte de las juventudes hitlerianas.

Con apenas 17 años, el chico y su familia recibían la visita de soldados de las S.S., que les daban 3 horas para preparar sus pertenencias antes de ser “reubicados". Su destino, el campo de concentración de Theresienstad, en Checoslovaquia, en octubre de 1942.

Ese campo de concentración era uno de los que la Cruz Roja Internacional iba a revisar para realizar una evaluación de las condiciones en las que vivían los judíos en ellos. Durante 2 años estuvieron trabajando en aquel pueblo fantasma, durmiendo en el suelo, sufriendo hambre y abandono. 200 prisioneros morían a diario, siendo reemplazados por nuevos reclusos que iban llegando de todas partes de Europa. En 1944, cuando la inspección tuvo lugar, recibieron una gran comida, hubo una banda de música, y se ofreció chocolate a los niños, a los que se les obligaba a decir “¿Otra vez chocolate?”.

Durante este tiempo, Ernest estuvo destinado en la panadería. Allí, pese a que se arriesgaba a sufrir la pena de muerte si era descubierto, robaba una pieza de pan cada día. Ese pan se lo ofrecía a una mujer que había conocido su madre, que se acostaba con uno de los guardias checoslovacos a cambio de insulina para Ernest.

Poco después de la visita de la Cruz Roja, el padre de Ernest era destinado a Auschwitz. Su madre, junto a los dos hijos (su hermana mayor había emigrado a Estados Unidos en 1939), también recibirían la orden de traslado semanas después.

En el traslado se permitió trasladar sus enseres. Ernest guardó cuidadosamente sus agujas y su insulina en una funda de cámara. Sin embargo, esta cayó durante la noche entre las bolsas sobre las que dormían, quedándose sin ellas.

Tras un viaje de dos días sin insulina, Ernest llegaba a Auschwitz, donde el mismísimo Dr. Mengele, uno de los mayores monstruos del Holocausto, separó a Ernest y su hermano de su madre, enviándoles a dos zonas distintas. Era la última vez que vio a su madre.

El día siguiente el cuerpo del joven Ernest no pudo más. Su aliento olía a cetona, y tras perder el conocimiento no pudo subir a un nuevo transporte en el que sí subía su hermano.

Dos días después despertaba en lo más parecido que había a un hospital en Auschwitz.

Allí un doctor ruso le había inyectado insulina con una aguja oxidada. Ernest supo luego lo afortunado que había sido al perder la insulina durante su viaje: de haber subido al transporte al que subió su hermano, habría ido a parar un campo de concentración en el que no había ningún tipo de suministros médicos.

Con el avance de las tropas rusas, Auschwitz tuvo que ser evacuado. Un doctor mintió sobre la condición de Ernest, diciendo que estaba en el hospital por un tobillo torcido y podía trabajar, por lo que Mengele le escogió para un nuevo traslado en lugar de acabar allí como le ocurrió a muchos de sus compañeros.  El mismo doctor le ofrecía una poco de insulina antes de su traslado. Sin embargo, antes de dejar aquello le obligaban a darse una ducha, perdiendo de nuevo sus preciadas medicinas.

En cada vagón del tren de transporte se hacinaban 120 presos. Se les tiraron varias piezas de pan, por las que lucharon encarnizadamente. Ernest no fue capaz de conseguir ninguna para ese viaje que resultó durar varios días. Sin embargo, irónicamente esa mala suerte le permitió no consumir más hidratos, y que la insulina no resultase tan necesaria.

A su llegada al aeródromo de Heinkel Werke, uno de los doctores de los prisioneros le volvía a ofrecer insulina, volviendo a visitarle cada tres días. La falta de medicación y el día al aire libre en plena nieve fue empeorando la situación de Ernest, hasta que un día amaneció con la pierna hinchada, y no podía ponerse su zapato. Parecía su fin, pero sin embargo resultaba otro golpe de suerte: le ofrecían una de las tres únicas camas del hospital, mientras que ese mismo día el resto de sus compañeros eran destinados a una zona sin medicamentos.

Llegó así su último traslado, al campo de Oranienburg-Sachsenhausen, uno de los más antiguos y mejor equipados. Allí a Ernest podían medirle la glucosa en la orina dos veces al día, y una vez diaria realizaba un análisis de sangre. Pese a ello, las dificultades del pasado pasaron factura con una infección de oído, unido a una parálisis maxilofacial que le impedía incluso tragar líquidos.

Pero Ernest siguió luchando, y unas semanas después ya estaba recuperado. Nuevamente, justo a tiempo. El mismo día que le habían dado por irrecuperable e iba a ser enviado a las cámaras de gas, a Ernest le dijeron que saliese de la fila y volviese a su barraca.

Volvieron los trabajos forzados, y Ernest volvía cada día a las 5 a la barraca de los doctores a por su dosis de insulina. Sufrió varios shocks glucémicos, de los que era despertado a golpes. Así fue su vida hasta que los nuevos avances rusos obligaron a despejar la zona.

Todos fueron obligados a realizar largas marchas de 16 horas al día, alimentados apenas con unas patatas o hierbas que cogían por el camino.

Ernest, sin saber cuánto iba a poder comer en las próximas horas, iba administrando la insulina que había podido llevar con él, inyectándola a través de los pantalones para que no le detuvieran.

Finalmente, el 2 de mayo de 1945 la pesadilla de Ernest daba a su fin. Al despertar, confirmaba que todos los alemanes habían desertado, y nadie les vigilaba. Tenía la oportunidad de salvar la vida si entraba en zona amiga, pero para ello tenía que arriesgarse a acercarse a una zona de conflicto. Poco después se cruzaba con unos soldados americanos, y conseguía la ansiada libertad.

 Volvió a Viena, donde su hermano se reencontró con él un día después. Supieron que su padre había fallecido en Auschwitz, y Ernest descubrió que en Austria no había suministros médicos, y el resto de personas con diabetes había fallecido. Irónicamente, su periplo por los campos de concentración alemanes le había salvado la vida.

En 1947 Ernest y su hermano viajaban a Nueva York para reunirse con su hermana. Allí Ernest creó una empresa postal en Boradway, pese a que las complicaciones de la diabetes, unidas a los diversos traumatismos causados por las palizas le condujeron a la ceguera en 1956. Falleció en 1975, pero su ejemplo de coraje es todo un ejemplo para muchas personas.